Thursday, June 30, 2016

Odio a la humanidad

Puede sonar un poco fuerte y es algo que no se cuenta porque si lo dices en voz alta la gente te mira mal (y con razón). Hablando el otro día con una amiga por teléfono sobre el blog me comentaba que se había sentido identificada y que una prima suya también estaba pasando por lo mismo. Y hablando sobre la depresión salió el tema, las tres odiábamos a la gente. No ahora, por supuesto, la odiábamos en esos momentos difíciles en los que no sabes que te pasa y pierdes totalmente el control.


  • Había ocasiones en que hubiera lanzado el móvil porque no soportaba que me llamaran o me escribieran - le confesaba.
  • Al menos tú no lo hiciste, yo lo lancé y tuve que comprarme uno nuevo - y empezamos a reír las dos, no era ningún chiste pero ahora visto con la distancia que ofrece el tiempo era divertido.


Y recordé ese odio, un odio que jamás había sentido antes y que no pensaba que fuera capaz de tener. Te puede caer mal alguien pero ¿odiarlo? ¿Y que alguien se convierta en “todo el mundo”? ¡Menuda locura!


Hasta la gente más cercana, a la que más quiero y adoro, incluso a ellos podía odiarlos, en momentos puntuales pero lo hacía. No soportaba que trataran de ayudarme haciéndome salir de casa (para que me diera el aire y me distrajera), que me llamaran para saber cómo estoy, que me visitaran, que me dieran consejos y remedios para algo que no entendían… De verdad, no lo soportaba. Y cuando me daba cuenta de mis sentimientos comencé a odiarme a mí misma por tenerlos. ¿Cómo podía haberme transformado en algo así? Creo que soy agradable, simpática y cariñosa (tal vez no con todo el mundo) y, de repente, tenías malas contestaciones y malas caras. ¿Quién era? Como ya dije en otro post, esa no era yo, no sabía quién era y, además, no me gustaba nada.



Pero el odio seguía creciendo, muchas veces asociado a esa culpabilidad de la que hablé en el post anterior. A la gente que más odiaba era a la que me hacía sentir insegura, la que me hacía sentir culpable, la que me hacía sentir diferente, y me volví desconfiada e, incluso, un poco paranoica. Empezó a no gustarme salir a la calle, ni para comprar comida, ni para ir al médico y, mucho menos para dar una vuelta o a tomar algo. No quería ver a nadie, si me decía un familiar que quería venir a verme me desmoronaba, me amargaba el día. Que luego venía, hablábamos y me lo podía pasar hasta bien, pero no era lo que me apetecía.

Supongo que quien lea esto y no lo haya vivido pensará que estoy como una cabra loca. Pero también supongo que habrá gente que haya pasado por algo parecido y me comprenda perfectamente. Y me pregunto: ¿por qué está tan mal visto que hable de este tema de forma natural? Y confieso que yo era de las que querían ayudar, intentaba animar, sacar a la gente, todas esas cosas que tanto odio ahora mismo. No es que ahora no lo vaya a volver a hacer, porque igual que confieso que lo odiaba sé que me ayudó mucho tener a tanta gente apoyándome. Y que si sigues la medicación y estás controlada , es una fase que se pasa, no es permanente. No puedo prometer que no me vuelva a ocurrir otra vez, simplemente, si vuelve a suceder, tranquilos, se supera, sólo necesito tiempo y comprensión. El mundo no se acaba si no cojo una llamada, contesto un whatsapp o no acudo a una cita. No debo sentirme culpable por ello. Y el odio se pasará y volveré a querer a todos como lo hacía antes, o puede que incluso más.

Tuesday, June 28, 2016

El gran aliado de la depresión: la culpabilidad

La culpabilidad, ese sentimiento desgarrador del que todavía no he conseguido desprenderme completamente. En mi caso ha sido la parte más difícil de afrontar de esta situación. Por suerte, he tenido ayuda psicológica que me ha hecho entender lo que me pasaba y me enseñó que había algo que debía tener claro: “Sufrir el accidente no fue culpa mía”. Puede parecer evidente y de sentido común pero, para mi, por alguna razón que todavía no he llegado a comprender, no era tan fácil.


El sentimiento de culpa no sólo se quedaba en el accidente, sino que esa culpa se extendía a : sentirme culpable por no poder trabajar, sentirme una inútil que no podía hacer nada por sí misma. Incluso sentirme culpable por sentir dolor sin tener nada roto ni desplazado, hasta el punto de llegar a desear haberme roto alguna vértebra que justificara ese dolor y que acabara por mitigar ese sentimiento de culpabilidad. ¿Increíble, verdad? Tampoco la Mutua ayudaba, todavía sigo sintiéndome como una delincuente ya que desde el primer mes me daban el alta sin importar que tuviera dolor (porque sólo era el golpe). Por ese sentimiento de culpa cogí el alta la primera vez y por ese motivo tuve una recaída que me hizo acabar en el hospital. Ese dolor que parecía no tener causa física (según la Mutua, claro) me hacía sentir que estuviera loca, que era todo causa de mi mente. Por supuesto, mi situación mental tampoco ayudaba a mi recuperación, que la retrasaba y la complicaba. Pero no soy tan buena actriz como para simular una tortícolis, una dorsalgia, un lumbago y una ciática (todo envuelto con un bonito lazo de depresión).




Con el tiempo y la terapia he aprendido cómo puedo luchar contra ese sentimiento, como cambiar las frases que me hacían daño como por ejemplo: “no puedo trabajar soy una inútil” a tengo tiempo para recuperarme y a mi regreso volveré renovada y seré más productiva.


También debo agradecer a mis jefes y compañeros de trabajo la paciencia que están teniendo y la comprensión. En cualquier otro trabajo me hubieran dado la patada pronto pero aquí me siento valorada y querida. ¿Por qué los de la Mutua no se creen que quiero curarme y volver a mi trabajo? ¿Creen que quiero vivir del cuento? ¿Creen que quiero perder un trabajo que me gusta y que está prácticamente al lado de casa? No tienen ni idea de lo mucho que me duele no estar en mi despacho, no ver a mis compañeros y dejar el trabajo pendiente.  


De todos modos, y a pesar del apoyo recibido, la culpa sigue flotando y acechando a mi alrededor. Sólo espero vencer esta batalla porque la culpa y la depresión son un círculo vicioso que se van retroalimentando. Sin culpabilidad es mucho más fácil salir de la depresión, por supuesto, hablo de mi situación personal y no quiero generalizar.


A todos los que sientan como yo os quiero decir:

  • La muerte de un ser querido NO es culpa tuya.
  • Sufrir una enfermedad grave NO es culpa tuya.
  • Atravesar una mala situación económica NO es culpa tuya.
  • Y, por último, y más importante,  te mereces ser FELIZ.

Sunday, June 26, 2016

Primera semana. Acostumbrándome a mi nueva situación

Qué razón tenía el médico en que los primeros días serían complicados, bueno, en realidad él dijo que podrían serlo, pero me siento menos rara si creo que esta situación es “normal”. Como ya os comenté me costó asimilar mi situación unas horas o puede que incluso un día, no lo recuerdo bien, tengo bastantes lagunas de esa primera semana. Finalmente, decidí que tenía dos opciones: o hundirme o salir de ésta. Por suerte elegí la segunda.
Como ya tenía claro qué es lo que quería decidí afrontarlo directamente como pude en ese momento. Lo primero, decírselo a mi padre, a mi hermana y a las amigas más cercanas. Hubo varias reacciones, primero, mi padre, él no lo entendía. Su hija, la que siempre le hacía reír, se encontraba llorando frente a él sin poder apenas hablar, contando que tenía depresión, algo que sólo tienen los débiles (pensaba él). No podía ser que su hija tuviera depresión por una caída cuando años anteriores había superado la muerte de su madre y de más seres queridos, llevando siempre la riendas de la situación. Intentó tranquilizarme como pudo, y el asombro y miedo de sus ojos me hizo llorar con más desesperanza, más por el miedo que por el asombro, nunca me había visto así. Mi hermana fue totalmente al contrario, le dio la risa, no porque no le importara lo que le estaba diciendo ni porque no estuviera preocupada. Estoy segura de que fue su forma de afrontar esta situación desconocida. También he de decir que cuando se lo decía pasaba del llanto a la risa en décimas de segundo, e incluso había momentos que hacía las dos cosas a la vez, así que no me extraña de que alucinara con la situación. Y mis amigas, mis chicas, les mandé un whatsapp de audio y en poco tiempo me contestaron todas (y cuando digo todas, son todas). Sus palabras de ánimo, su apoyo incondicional, su forma de decírmelo… en fin, que en la vida podré agradecerles y explicarles lo que significó ese momento para mí. Fue un empujón hacia delante cuando me caía de espaldas, me sacaron del hoyo o, al menos, me hicieron ver la luz desde la profundidad. Todos ellos, sin excepción, entendieran o no lo que me pasaba, estuvieron allí, ahora me tocaba a mi no defraudarles.
Comencé con el tratamiento y busqué ayuda psicológica que me hiciera más fácil pasar este trance nuevo para mi. Yo que creía que podría controlar mi mente y mis pensamientos y, sin embargo, parecía que mi cabeza la habitaba alguien que no conocía, no era yo. Es difícil de explicar, pero cuando tienes esa sensación, tu mundo y tus creencias se desmoronan. ¿Cómo es posible que algo tan mío como es mi cabeza tenga vida propia? ¿quién la controla? porque está claro que no soy yo.
El segundo día de medicación fue el peor de todos, llegó un momento en que pensé que me daría un ataque al corazón y ahí terminaría todo. Puedo parecer exagerada y seguro que lo era pero nunca y remarco NUNCA había tenido esas palpitaciones como si el corazón me fuera a salir del pecho, apretaba la mandíbula hasta el punto de contracturarla, mis pies no estaban quietos, me faltaba el aire, entré en pánico. Los ataques de tristeza que había tenido antes eran un chiste comparados con los que tenía en esos momentos, me dolía el estómago de tanto llorar, agotaba los paquetes de pañuelos en pocos minutos… ¿pero qué me pasaba? ¿necesitaba llamar a un médico?. Y entonces recordé las palabras del mío: “los primeros días pueden ser complicados, con picos de ansiedad…”, respiré hondo y me tranquilicé un poco. Y, por suerte, el día pasó y el siguiente fue un poco mejor.
El tercer día me levanté con las manos hinchadas, apenas podía mover los dedos, parecía que llevaba unos guantes y las sentía adormecidas. Por suerte, las taquicardias no aparecieron, sí que lo hicieron los llantos y los apretones de mandíbula pero parecía que todo iba mejor.
El cuarto día, las manos volvieron a estar hinchadas, pero tenían algo más de circulación. Ese día fue algo extraño, no sentí tristeza ni llantos, estaba eufórica. Como os lo cuento, no era felicidad normal, era al extremo. Sabía que tenía dolor (como todos los días) pero me daba igual, era capaz de cualquier cosa, era fuerte, era invencible. La frase que recuerdo decirle a unas amigas ese día fue: “Podría tener una pierna colgando y salir corriendo sin que me doliera”. Necesité mucho control sobre mi misma para poder calmarme, detenerme y darme cuenta que esa sensación no era real. Físicamente no estaba bien y cualquier exceso hubiera sido fatal.
El quinto y sexto día fueron mejor, o eso creo. La euforia aparecía de vez en cuando pero la mantenía a raya. No hubo crisis de nervios, ni llantos descontrolados ni ganas de comerme el mundo como si fuera superwoman.
Y, por fin, superé la primera semana de tratamiento. Lo había conseguido, la medicación funcionaba, ahora sólo quedaba aguantar otros seis meses más.
Nota: esta imagen es uno de los regalos sorpresas que me hizo una de mis amigas, no fue el único. 

Thursday, June 23, 2016

Cuando descubrí que tenía depresión

DÍA 1: EL DIAGNÓSTICO


Estaba convencida de que me diría que todo era culpa de la medicación. Que los opiáceos que me tomaba desde hacía dos meses habían provocado esos desórdenes. Lo que no me esperaba era ese diagnóstico.


Hacía ya unas semanas que tenía cambios de humor drásticos: lloraba sin consuelo o reía como si estuviera loca, tenía más mal genio y empezaba a odiar estar con gente, porque me parecían odiosos e insufribles. Y todos estos sentimientos los podía tener en pocas horas, como si fuera una bomba a punto de estallar. Y para colmo, el dolor. Ese dolor que me acompaña desde hace dos meses sin descanso. Desde que me levanto hasta que me acuesto sin darme ni una tregua.


Cuántas veces habré maldecido ese fatídico día en el que en pocos segundos cambió mi vida. No fue nada glamouroso ni excepcional, fue un simple resbalón que me hizo caer un buen tramo de escaleras. Cada escalón se clavó por mi espalda dejándome dolorida y amoratada. Por suerte, no me rompí nada, aunque eso lo hubiera hecho más fácil. Hubiera sido más fácil entender el dolor y el tiempo transcurrido si hay algo roto, pero ¿por qué me duele tanto si no hay nada? ¿cómo es posible que “nada” duela tanto y durante tanto tiempo?. Que tenga paciencia, que es el golpe. Ni siquiera ir al traumatólogo porque hay lista de espera de 6 meses (ya llevaría dos) y sólo tengo el hematoma del golpe.


Tampoco ayuda ser alérgica a antiinflamatorios y analgésicos. Parece que me gusta ponerlo difícil y sufrir. La opción que queda son los opiáceos, el tramadol y la morfina. Por suerte, el tramadol me va bien, con los relajantes musculares. La primera semana la pasé durmiendo (demasiada dosis), la siguiente fue mejor, después de la rebaja de dosis. Parecía que mejoraba, despacio pero mejoraba. Al mes todavía dolía pero el dolor era “tolerable” (esa palabra utilicé y al médico le dio la risa). Me dio el alta no muy convencido y volví al trabajo. Después del tercer día acabé en urgencias, gotero, más pastillas y más reposo. Al cuarto día no aguanté la jornada completa y volví al médico: baja por recaída (no literal, no me volví a caer por las escaleras como alguno pensó). Y otro mes más de baja, esta vez sin mejora evidente, cada semana a urgencias por una dorsalgia, un lumbago… y más pastillas, más pinchazos, más horas en la sala de espera de un hospital.




Para colmo, fiestas de navidad, ya de por sí no me gustan, cuando pierdes a un familiar querido se viven de otra manera. Tengo la esperanza de que cuando haya niños pequeños en la familia vuelva ese espíritu. Pero por ahora, lo único que me gusta de la navidad es que en la tele hacen muchas películas de dibujos animados.


Hoy 4 de enero, vuelvo al médico, como cada semana. Cuando me pregunta cómo llevo el dolor le contesto:
  • Igual, aunque al menos esta semana no me he quedado enganchada y no he tenido que ir a urgencias.
  • Bueno, es una mejoría, ¿no?
  • Puede ser, visto así. Lo único es que no sé si es por la medicación o por qué tengo cambios bruscos de humor, lloro sin motivo…
  • ¿Desde cuándo?
  • Un par de semanas, quizás tres.
  • ¿Y me lo dices ahora? ¿Por qué has tardado tanto?
  • No sé, pensaba que podría con ello. Que era como un síndrome premestrual. Tal vez las hormonas estaban alteradas. Tal vez se pasaría sólo, no lo sé.- y empiezo a llorar desconsoladamente y entre sollozos: -¿lo ve? ¿pues así todos los días? Luego se me pasa y me río - y  me entra la risa mezclada con el llanto.
  • Tranquila, puedes llorar aquí todo lo que quieras. ¿Y tienes mal genio?
  • ¿Mal genio? Lo que tengo es una mala hostia...Contesto mal, la gente me irrita, sólo veo incompetentes y cualquier cosa me saca de quicio.
  • Lo que tienes se llama depresión. Y parece un brote agudo. No te preocupes, te vas a curar. Vamos a seguir un tratamiento de mínimo 6 meses. Te vas a tomar una pastilla todos los días después del desayuno. Los primeros días pueden ser complicados ya que, a veces, hay picos de ansiedad hasta que el cuerpo se acostumbra. Puede parecer que no mejoras pero es normal. Si después de una semana no notas mejoría ajustaremos la dosis y el tratamiento. No te preocupes por nada, es normal, eres una mujer joven y activa que ha visto en poco tiempo como cambiaba su vida.

Puede que dijera algo más pero yo ya no lo escuché. En mi cabeza sólo resonaba una palabra: DEPRESIÓN. Así, en mayúsculas y en negrita. El resto del mundo desapareció, el dolor se mitigó durante unos segundos prestando sólo atención a esa palabra. Me gustaría decir que desde el principio fui valiente y encaré la situación. Pero la realidad es que me costó varias horas hacerme a la idea de mi nueva situación. Ahora ya lo considero lo que es: una enfermedad que me ha tocado y que con tratamiento y fuerza de voluntad superaré.